miércoles, 22 de mayo de 2013

El verdadero signo es el cambio / Fiesta de la Santísima Trinidad – Ciclo C – Jn 16, 12-15 / 27.05.2013


Mucho tengo todavía que decirles, pero ahora no pueden con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y les explicará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y se lo explicará a ustedes. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y se lo explicará a ustedes. 

El misterio central de la fe cristiana es el misterio trinitario. A partir de él se estructura todo el contenido de nuestra creencia. Ese es el Dios en el que depositamos nuestra confianza: un Dios comunitario, de relaciones íntimas de amor, en misión constante hacia el ser humano. La Iglesia y la evangelización sólo pueden entenderse y hacerse desde la realidad trinitaria; cuando se parte desde otros puestos u otras perspectivas, se pierde el sentido real y concreto de lo que somos y de lo que hacemos. No hay Iglesia verdadera si no se esfuerza por reflejar la Trinidad, y no hay misión verdadera si no se reproduce el estilo misionero trinitario.
Clásicamente, la teología habló de las dispensaciones o tiempos de acción prioritaria de las tres Personas de la Trinidad. Así, el Antiguo Testamento, por decirlo de alguna manera, desde la Creación hasta Jesús, es el tiempo prioritario de la acción del Padre. En Jesús tenemos el tiempo prioritario del Hijo, que se encarna, muere, resucita y asciende. Posterior a eso, comienza el tiempo del Espíritu Santo, que es el tiempo de la Iglesia. Las tres Personas son inseparables, pero las dispensaciones nos ayudan a entender, desde nuestra situación humana, la historia de la salvación y la presencia transformada de Dios. Él no desaparece, sino que transforma su existencia entre los seres humanos. Como lo entendimos en la fiesta de la ascensión, Jesús no se eleva para irse y dejarnos, sino que se eleva para abarcar el cosmos, y en el cosmos, al varón y la mujer. La historia de la salvación se desarrolla progresivamente, por pasos, con pedagogía. Nada sucede de golpe, de un día para el otro; Dios no fuerza el reconocimiento de su presencia, ni fuerza la fe. Sin embargo, a pesar de la falta de reconocimiento, Dios sigue estando, acompañando, y revelándose.


Así como en el Evangelio según Juan Jesús es el revelador del Padre, según la expresión de Jn 1, 18: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”, y la respuesta de Jesús a Felipe: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9), de la misma manera el Espíritu Santo viene a ser un revelador de la Trinidad. El Hijo da a conocer al Padre y el Espíritu Santo da a conocer la plenitud de la verdad revelada por Jesús. No se trata de que el Espíritu complete algo que faltaría en la revelación obrada por el Hijo, ya que el misterio de la encarnación-muerte-resurrección es la Palabra definitiva de Dios. Se trata, más bien, de la progresión en la comprensión humana de esa Palabra que ya fue completa en Jesús. Por eso le advierte el Maestro a sus discípulos sobre la existencia de cosas con las que no pueden todavía.
El texto en griego del primer versículo que leemos hoy, si quisiésemos traducirlo más literalmente, no tendría que decir no pueden con ello, sino que no son capaces de llevar esa carga, que es lo expresado por la palabra griega bastazo. El mismo vocablo se utiliza en Jn 10, 31, por ejemplo, cuando se dice que “los judíos cargaron otra vez piedras para apedrearle”. Al momento en que Jesús les habla, todavía no son capaces de cargar el sentido fundamental de verdades tan importantes como la realidad mística de la unión a Cristo (cf. Jn 15, 1-8), el mandamiento nuevo del amor (cf. Jn 15, 9-17), las tribulaciones que acontecen a los que depositan su fe en el Cristo (cf. Jn 15, 18 – 16, 4) y la presencia del Paráclito (cf. Jn 16, 5-11). Son verdades pesadas, y sólo con la ayuda del Espíritu Santo es posible avanzar en profundidad.
Será este Espíritu el que acompañará en el discernimiento del pecado, la justicia y el juicio (cf. Jn 16, 8). El pecado porque señalará que lo bueno y lo perfecto está en Jesús, y que sólo en su seguimiento verdadero y real es posible hacer plena y santa la vida (cf. Jn 16, 9); la justicia porque el Hijo no vuelve al Padre para planear una venganza sobre los que lo asesinaron, sino que asciende para abarcar la Creación (cf. Jn 16, 10); y el juicio porque las fuerzas del mal han sido derrotadas en la Pascua, y el amor de Dios triunfó sobre cualquier forma de opresión (cf. Jn 16, 11).
Entender el verdadero significado del pecado, la justicia y el juicio es necesario para no tergiversar a Dios Trinidad. Cuando pecado es una idea amenazante para exhortar, inútilmente, a llevar una vida buena, cuando la justicia es un ideal que sólo se concretará en el más allá, y cuando el juicio es la delicia de predicadores que atormentan con imágenes de fuego y destrucción, entonces le faltamos el respeto a Dios. Porque en lugar de una Trinidad que ama, que se comunica y se quiere comunicar, que interviene en la historia, que salva y que derrama su gracia (que es la Trinidad verdadera), fabricamos una imagen que nada tiene de trinitario. Construimos un dios del odio y de la amenaza, ajeno a la problemática humana, casi en acuerdo con los demonios para entregarle a los perdidos. Nos salteamos, así, la gran revelación realizada en Jesucristo: Dios salva y ama por sobre todas las cosas. Al saltearnos esa revelación nos estamos olvidando de la acción del Espíritu que, en nuestro tiempo, tiempo de la Iglesia, quiere llevarnos hasta la verdad más grande, quiere hacernos más comprensible el Evangelio, sin apurarnos y sin hacer antes lo que debe estar después.
Cuando la Iglesia pierde tiempo en condenar la historia humana (inclusive con lo condenable que hay en ella), en realidad pierde el tiempo precioso que podría invertirse en ayudar a que el otro descubra el sentido que tiene la vida, y más aún, el sentido trinitario. Estamos hablando de una obra que exige escuchar atentamente al Espíritu, para llegar a la profundidad de la dimensión del Hijo y, así, conocer verdaderamente al Padre. Si nos animamos a la hermenéutica, nos animamos a dejarnos llenar por la dinámica de la Trinidad, y eso es dejarse llenar por una dinámica de amor y de comunión. Quien no está dispuesto a dejarse amar y a vivir en comunidad, no está dispuesto a actualizar la Palabra divina. Darle a cualquier ser humano la oportunidad de dejarse llenar por el Evangelio, a pesar de que éste haya salido de la boca y de las manos de Jesús hace dos mil años en un lugar perdido del Imperio Romano, es arriesgarse a una aventura que no tiene límites, y que difícilmente sea comprendida por una sociedad que se afana por disfrutar entre los excesos un presente que quiere capturar para siempre.
Como es ya clásico escuchar en la exégesis, la palabra en griego que designa al Espíritu, es pneuma, que igualmente significa viento. En hebreo, paralelamente, la palabra es ruah, que también puede traducirse por viento o aliento. El Espíritu de Dios es equiparable al viento por su fuerza y su empuje, porque se encuentra siempre en movimiento, y porque siendo movimiento, moviliza a los demás. El Espíritu es animador porque mueve, porque anima. La esencia del Espíritu, por lo tanto, es el cambio; un cambio que no afecta la Verdad fundamental, pero que la hace entendible y expresable para cada tiempo y para cada lugar. El signo de que la Iglesia está oyendo al Espíritu de Dios y que está dispuesta a configurarse con la Trinidad, es una Iglesia que se anime a cambiar.

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