martes, 4 de junio de 2013

Pedro, Pablo y la posibilidad de hacer Iglesia / Décimo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Gal 1, 11-19 / 08.06.13

11 Quiero que sepan, hermanos, que la Buena Noticia que les prediqué no es cosa de los hombres, porque 12 yo no la recibí ni aprendí de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo.13 Seguramente ustedes oyeron hablar de mi conducta anterior en el Judaísmo: cómo perseguía con furor a la Iglesia de Dios y la arrasaba, 14 y cómo aventajaba en el Judaísmo a muchos compatriotas de mi edad, en mi exceso de celo por las tradiciones paternas. 15 Pero cuando Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por medio de su gracia, se complació 16 en revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos, de inmediato, sin consultar a ningún hombre 17 y sin subir a Jerusalén para ver a los que eran Apóstoles antes que yo, me fui a Arabia y después regresé a Damasco.18 Tres años más tarde, fui desde allí a Jerusalén para visitar a Pedro, y estuve con él quince días. 19 No vi a ningún otro Apóstol, sino solamente a Santiago, el hermano del Señor.

La segunda lectura de este domingo es de la Carta a los Gálatas. Por los biblistas, esta carta es considerada original de Pablo, o sea, perteneciente a su pensamiento y no a su escuela de discípulos. Esto ya es mucho decir. Se trataría de una carta circular, no enviada a una sola comunidad, sino a las varias pequeñas comunidades cristianas de la región de Galacia. ¿Cuál es el motivo de fondo? Parecen ser dos: la defensa de Pablo mismo y la defensa de un Evangelio no judaizante. En la profundidad, ambos motivos se relacionan: dice Pablo que predica un Evangelio revelado personalmente por Jesucristo, y que ese Evangelio es superior a la Ley judía. En cierto sentido, Pablo afirma que el Evangelio a él revelado es superior a la Iglesia de Jerusalén también, representada por Pedro y Santiago. El problema está, justamente, en que el planteo convierte a Pablo en lo que hoy despreciaríamos desde nuestro parangón clásico eclesial: Pablo es un francotirador, un hombre que se auto-eleva a la situación de apóstol, y que rechaza el reconocimiento oficial eclesial (Jerusalén, Pedro, Santiago).

En este mes de junio, sobre el final (29 de junio), el catolicismo hace la celebración litúrgica de San Pedro y San Pablo, en recuerdo vívido de los que son considerados dos columnas de la Iglesia. La tradición que cada año se remonta a ellos, suele hacer una distinción clara, pero demasiado simplista, titulando a Pedro como el apóstol de los judíos y a Pablo como el apóstol de los gentiles, separando políticamente una tarea evangelizadora que, en la realidad práctica, fue mucho más complicada y con menos límites precisos de lo que nos parece hoy. Una clave para introducirnos a esta situación es, justamente, la Carta a los Gálatas. ¿Qué tendría que hacer la Iglesia de Jerusalén con este apóstol auto-proclamado? ¿Es válido el argumento paulino de haber recibido personalmente una revelación directa de Jesús? ¿Puede haber dos Evangelios: uno más petrino y uno más paulino? Como vemos, los inicios eclesiales sufren los mismos problemas de interpretación teológica que sufrimos ahora. Y peor aún, la Biblia que usamos de referencia para resolver esas disputas, conserva la disputa entre Pablo y Pedro, más específicamente en lo que se denomina el altercado de Antioquía: “Mas, cuando vino Cefas a Antioquía, me enfrenté con él cara a cara, porque era censurable. Pues antes que llegaran algunos de parte de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que aquéllos llegaron, empezó a evitarlos y apartarse de ellos por miedo a los circuncisos” (Gal 2, 11-12).
Para hacer un panorama rápido, constatemos lo siguiente: Santiago es la autoridad máxima de la Iglesia de Jerusalén, considerada por mucho tiempo la Iglesia Madre, por estar ubicada geográficamente en el sitio de la muerte de Jesús. La visión de esta comunidad, su teología, es judeo-cristiana, apegada aún al Templo y las legislaciones judías de pureza de las comidas y respeto del sábado, por ejemplo. En paralelo, en Antioquía, existía otra comunidad cristiana pujante, con una teología o visión un tanto distinta de Jerusalén, más heleno-cristiana si se quiere, en clave de ruptura y superación del Templo, la pureza de las comidas y el sábado. La referencia en la cita superior a Cefas (Pedro), que viene a Antioquía, es probablemente porque ha abandonado su actividad comenzada en Jerusalén y, ciertamente, se ha instalado en Antioquía. En la teología judeo-cristiana, sigue siendo signo de impureza compartir la mesa con paganos; en la teología heleno-cristiana, esas leyes de pureza son obsoletas, y todos pueden compartir la misma mesa. Cefas (Pedro) entiende esta mesa compartida e, instalado en Antioquía, come con paganos tranquilamente. El altercado surge cuando Santiago, desde Jerusalén, envía delegados a Antioquía, quienes incomodan a Pedro y, por miedo a ellos, deja de compartir la mesa, rechazando por cobardía esta nueva teología que había asimilado.
Pablo se lo dice claramente: es censurable. Pedro no actúa ni siquiera por convicción, sino por miedo. Los enviados de Santiago lo intimidan, y prefiere simular por un tiempo, comiendo separado de los paganos, antes que hacerse cargo de esta teología que lo ha convencido, pero por la que no está dispuesto a jugarse. Para Pablo, esa actitud de Pedro era una burla, una falta de respeto, y un rechazo del Evangelio, que implica un Reino donde todos son iguales y la mesa es la misma. El problema era mucho más que una costumbre alimenticia; estaba en disputa la Iglesia, la forma de entenderla, la sustancia de la Buena Noticia.
Pablo estaba convencido de su teología, convencido de la universalidad eclesial, y bajo ese convencimiento se enfrentó con Pedro. Pablo no había sido unos de los Doce, no había conocido físicamente al Jesús de Palestina, no lo había escuchado en su prédicas de Galilea o Judea. Pedro sí. Pedro había hablado con Él, lo había confesado Mesías e Hijo de Dios, lo había negado, había visto su tumba vacía e inclusive lo vio resucitado. Pero nada de eso le impidió ser cobarde, tener miedo de los enviados de Santiago. No fue un altercado menor. Fue una discusión sobre la Iglesia, sobre la salvación, sobre el Evangelio. Pablo se tomó la libertad de reprender la actitud con esa libertad que viene de Cristo. Se tomó la libertad de reprender a uno de los Doce porque entendió que la autoridad para decir las cosas es mucho más que una investidura; la autoridad la da el mismo Evangelio del Reino, que siendo proclamado por grandes reyes o por humildes paisanos, mientras sea Evangelio, es Verdad.
Las connotaciones de este hecho-enfrentamiento, de la visión paulina y su auto-justificación son inmensas. Debería esto plantearnos el tema de la libertad para hablar, para cuestionar, para debatir. Deberíamos meditar nuestra libertad en Cristo y nuestra mirada sobre la Iglesia. Hay muchas cuestiones y preguntas para hacernos hoy, muchas vías para actualizar el problema que relata Gálatas con nuestra Iglesia actual. Enumerando exhaustivamente nos quedaremos cortos. Pero valga el intento de soñar con una mesa donde los judíos y los paganos actuales se sientan tranquilos, sin observadores externos, donde Pedro se queda compartiendo la comida sin cobardía, donde no es necesaria la reprimenda de Pablo. Valga el intento de soñar con una Iglesia en comunión, sin miradas teológicas tan opuestas, pero tampoco con miradas teológicas uniformes. Una Iglesia donde Pedro y Pablo tengan igual cabida, donde todos nos sintamos libres de decir y defender el Evangelio, donde no haya censores o vigilantes de Santiago. Una Iglesia donde es posible hacerse preguntas.


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