lunes, 11 de noviembre de 2013

No esperes a mañana para ser perseguido / Trigésimotercero Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 21, 5-19

Y como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: “De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. Ellos le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?”.Jesús respondió: “Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: 'Soy yo', y también: 'El tiempo está cerca'. No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin”. Después les dijo: “Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí. Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir. Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvarán sus vidas”.

Como ocurre en cada final de los ciclos litúrgicos, nos concentramos en las palabras más apocalípticas de Jesús. Los estudiosos llaman apocalipsis sinóptico a los textos conservados por Marcos, Mateo y Lucas como discurso del Señor sobre los últimos tiempos. En Marcos lo encontramos en su capítulo 13, en Mateo en el capítulo 24 y en Lucas en el capítulo 21. De cualquiera de las tres maneras, nos hallamos en la sección final de la vida narrada del Maestro. Por lo tanto, este texto no puede entenderse sin todos los capítulos previos de cada Evangelio. Es imposible interpretar las frases de este Jesús apocalíptico sin tener en cuenta el mensaje total jesuánico. Porque, convengamos, la primera impresión al tomar estas perícopas es que ha sido un rejunte de sentencias, más o menos históricas, sin demasiado nexo entre sí. Algunos biblistas postulan como teoría la existencia, anterior a Marcos, de un panfleto elaborado por grupos entusiastas del regreso inminente de Jesús. Este panfleto, probablemente redactado entre los años 40 y 60 d.C., habría sido tomado por Marcos, quien le produciría modificaciones propias de su teología. Mateo y Lucas adaptarían para sus libros la adaptación marquiana. En estos sucesivos pasajes, cada uno elegiría lo conveniente y agregaría lo necesario para su época y su comunidad.

Lucas es quien más en claro deja la situación. Para él, una cosa es la destrucción de Jerusalén y del Templo (sucedida en el 70 d.C.), y otra muy distinta es el fin del mundo. En todo caso, ambos acontecimientos forman parte del devenir de la historia de la salvación, pero eso no significa que uno implique al otro en lo inmediato. Recordemos que Lucas es el evangelista más histórico, en el sentido que intenta trazar etapas dentro de una gran historia universal de la salvación. Hay una etapa propia del Antiguo Testamento, una etapa de Jesús y una etapa del Espíritu Santo y la Iglesia. El resumen de las tres etapas es la venida del Hijo del Hombre (cf. Lc 21, 27). Resumen porque la historia, sin ser circular, se resuelve a la manera del Reino. La venida del Hijo del Hombre es la llegada de un estado de bienestar y justicia, un punto de respuestas para el caminar humano. En el Reino, la mesa será compartida, la justicia social se instaurará, no habrá males ni enfermedades ni calamidades. En el Reino consumado, Dios es la manifestación total del amor que lo envuelve todo y no deja lugar a dudas.
Durante el tiempo que corresponde a la historia, es obvio que habrá catástrofes, guerras, pestes y hambre generalizada. Las hubo y las seguirá habiendo mientras dure el peregrinar humano sobre la tierra. No se pueden ver allí signos de la venida inminente del fin del mundo. Eso lo ven los falsos profetas, los que se auto-denominan Cristo sin serlo y los predicadores apocalípticos. Contra ellos advierte Jesús. Ellos son los engañadores. El texto griego lucano menciona el verbo planao, que puede traducirse como engañar o descarriar, pero también como seducir. Y es que los mensajes sobre un posible fin del mundo son seductores; de eso se aprovechan muchísimos para llenar sus templos. A las masas les encanta oír lo desgraciado que es el futuro, sobre todo cuando el futuro es inmediato y los damnificados resultan ser los otros.
El día de la resolución es conocido, en la tradición bíblica, como el día del Señor, figura típica de la apocalíptica judía. Ese día designa el momento de la intervención definitiva de Yahvé en la historia para darle su solución; es el tiempo en que Yahvé viene al ser humano de una manera contundente, inapelable, y con la realización poderosa de su proyecto. Para la escatología tradicional judía, ese proyecto consistía en la derrota de los enemigos de Israel con su consiguiente exaltación y el peregrinaje de todas las naciones gentiles hacia el monte Sión reconociendo al verdadero Dios que ha hecho maravillas con su pueblo elegido. Para el cristianismo, ese proyecto se modificó sustancialmente, y se convirtió en el Reino de Dios predicado por Jesús, donde el amor tiene la primacía. Por eso la escatología jesuánica es inseparable del Reino, de lo que representa el Reino como realidad que actúa en la humanidad. Se crea, así, la tensión entre lo que sucederá y lo que ya está sucediendo.
El Reino de Dios está cerca, ya está entre nosotros, pero también afirma Jesús que estará cerca cuando sucedan las grandes señales en el cielo (cf. Lc 21, 11), como lo anunciaron los profetas: cuando la tierra se bambolee (cf. Is 24, 19-20), cuando la oscuridad sea provocada por los astros ensombrecidos (cf. Am 5, 18; 8, 9; Is 13, 10; Jo 2, 2; Ez 32, 7), cuando la luna esté ensangrentada (Jo 3, 4). El reino ya llegó, pero llegará. Es la tensión escatológica. Vivimos un tiempo escatológico desde que Dios se encarnó, porque es una manifestación definitiva, una Palabra insuperable, pero también esperamos el tiempo escatológico, ya que la historia humana sigue estando plagada de sinsabores, tristezas y llantos. Tenemos una alegría propia de la encarnación, pero esperamos al mismo tiempo la alegría eterna.

La realización definitiva del Reino de Dios implica una conmoción de la Creación. Todo el universo participará en la culminación de la historia humana tal como la conocemos. Nada queda sin ser afectado, y sin embargo, ningún suceso cosmológico es la esencia del día del Señor. Sólo se trata de señales, de marcas que indican otra realidad. El final de los tiempos no se resume en catástrofes del destino o del mal azar; el final de los tiempos se resume en Dios, Él es la verdadera esencia de lo escatológico, no las señales. Por eso los discípulos son perseguidos en los últimos tiempos (cf. Lc 21, 12-17); porque son fieles a un Nombre, al Nombre de Jesús. Esa fidelidad les cuesta el desprecio, la expulsión, el encarcelamiento. Eso no significa que haya que esperar un futuro para sufrir la persecución, porque aquí también se aplica la tensión escatológica: ya deberíamos estar siendo perseguidos, ya deberíamos sufrir tribulaciones, porque el Reino de Dios está cerca desde que Jesús se ha encarnado.

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