martes, 31 de diciembre de 2013

Claves para el conflicto social / Jornada mundial de la paz / 01.01.14


1. La paz de Dios: sabemos que Dios quiere la paz; nuestro Dios es un Dios de paz. Pablo no duda en saludar a los romanos diciéndoles: “Que el Dios de la paz esté con todos ustedes” (Rom. 15, 33). No quiere Dios la guerra, no quiere la violencia carente de sentido, no quiere que los intereses de unos pocos determinen enfrentamientos de muchos. Claramente, el cristiano no puede justificar acciones propias o acciones de otros que resulten en violencia. Una acción cristiana impulsada por el Espíritu Santo producirá paz como fruto (cf. Gal. 5, 22). Ahora bien, no podemos entender esto como una separación tajante entre conflictos sociales e Iglesia. Podemos rechazar la violencia, no siempre el conflicto. Podemos rechazar la guerra, pero no siempre podemos dar el visto bueno a ciertas situaciones aparentes de paz. Pongamos el siguiente ejemplo: dos vecinos han tenido un altercado, una discusión por cualquier motivo, pero suficiente para producir un distanciamiento entre ellos; actualmente no se agraden, no se insultan, jamás han llegado a una riña, directamente no se hablan; es más, ninguno planea molestar al otro, incomodarlo o vengarse. Entre esos vecinos hay paz falsa. No se violentan el uno al otro, pero se ignoran, cultivan pasivamente la discordia. Como en el mundo de los países, la ausencia de guerra no es sinónimo de paz, sino sólo eso, falta de enfrentamiento armado. Cuando hay discordia no hay paz de Dios, porque no hay hermandad, no hay fraternidad, uno de los valores del Reino. Ese es el mayor problema que suscita un desentendimiento de la verdadera paz, y es que la separamos, la aislamos del resto de valores evangélicos. La realidad del Reino debe mirarse como un todo, en el cual una carencia significa ausencia de la plenitud del Reino. El Reino no es sólo paz, ni es sólo justicia, ni es sólo verdad, ni es sólo fraternidad, sino que es todo eso. La paz de Dios es un estado personal y comunitario basado en la verdad, la justicia y la hermandad; cuando falta uno, difícilmente haya paz. Es deber del cristiano y de la Iglesia instaurar la paz, pero la de Dios, la única absoluta. Si existen situaciones de falsa paz, necesariamente el cristianismo entrará en conflicto contra los que promueven la injusticia, la discordia o la mentira, enemigos naturales de la paz.

2. Buscar el diálogo: el cristiano debe ser un reconciliador, elemento integrante de la identidad como agente de paz. El cristiano debiera caracterizarse por buscar, siempre que sea posible, el acuerdo, la conciliación. Las comunidades cristianas tienen la obligación primera de cultivar paz y diálogo en su seno. Leemos: “Que sea cuestión de honor para ustedes vivir en paz” (1Tes. 4, 11a). Dialogar es la herramienta de acercamiento, de encuentro de opiniones, de conocimiento del otro, de comprensión, y de reconciliación. La Iglesia está llamada a dialogar con el mundo, a dialogar con otras religiones, a dialogar con el gobierno de turno, con los trabajadores, con los ricos, con los pobres, con sus propios miembros. La Iglesia no puede carecer de espacios de encuentro y diálogo. Sin embargo, el diálogo no siempre acarreará reconciliación, y son esas situaciones particulares, irreconciliables, en las que el diálogo debe ser bien entendido. A gran escala, la mayor diferencia irreconciliable es entre el bien y el mal. Luego, en los conflictos sociales, los opresores contra los oprimidos. La Iglesia debe buscar el diálogo como un medio para presentar la Verdad, pero no en la pesquisa de crear una situación intermedia de negociación. Ante un opresor, la Iglesia no puede solicitarle que se aliviane en sus esclavitudes, que conceda algunos pocos derechos para acallar las quejas de los oprimidos, sino que debe presentarle el mensaje liberador de Cristo e instarlo a convertir sus actitudes para abandonar su posición. El diálogo puede resultar en una vía de conflicto, y hasta en una vía necesaria de conflicto, si el objetivo es eliminar la injusticia, la discordia o la mentira. Cuando están en juego los valores del Reino, negociar en el diálogo es admitir que nada debe cambiar, que las modificaciones superficiales son suficientes, que el pecado estructural es un hecho y debemos adaptarnos a él. Al concertar el diálogo de partes en un conflicto social, si una de las partes es oprimida, el cristiano deberá tomar partido por ella y dialogar con los opresores, pero desde la Verdad, anunciando la liberación de Cristo y exigiendo la instauración de los valores evangélicos; la reconciliación será la conversión del opresor y la consiguiente paz verdadera.
 3. Amar a los enemigos: la consigna ofrecida por Jesús es clara y resuena en nuestra mente y espíritu con las palabras específicas: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian” (Lc. 6, 27). Suena descabellado, irrealizable, una meta que nunca alcanzaremos. Sabemos que es distintivo de la espiritualidad cristiana, pero reconocemos su dificultad. Jesús nos pide amar a personas que no sólo no nos aman, sino que nos desprecian, nos persiguen, nos odian, nos aborrecen, nos desean el mal. No se trata de amar al que nos trata con indiferencia, sino al que verdaderamente siente antipatía por nosotros, el que nos trata hostilmente. En lo básico de la consigna, Jesús admite que tenemos enemigos, que existen personas e instituciones a las que podemos catalogar de enemigos. Partir de allí desmitificará un poco el concepto y nos dará nuevas perspectivas. El Maestro no nos pide que veamos en los enemigos a santos, que tapemos con amor sus pecados, que aceptemos sus injusticias, porque entonces, en nombre del amor avalaríamos sus actitudes. Jesús quiere que veamos la realidad: son enemigos nuestros, nos odian verdaderamente, se oponen a nuestro pensar y sentir, nos desprecian. A ellos debemos amar, no a la caricatura que fabricamos de ellos transformándolos en nuestras mentes en lo que no son, justamente para facilitar nuestro acto de amor. Entonces, si son pecadores, si tienen actitudes que no están acordes al Reino, debo amarlos y corregirlos, amarlos y exhortarlos a cambiar, amarlos y ofrecerles el mensaje de la Buena Noticia, amarlos y no negociar con ellos, amarlos y revelarles su pecado. La Iglesia tiene enemigos, y por eso no puede ser neutral en todos los conflictos. Ante sus enemigos, la Iglesia no está llamada a dialogar para alcanzar la paz fría y falsa, sino que debe dialogar para demostrar su amor a los enemigos en el anuncio del Reino, sin ocultar nada, sin negociar, sin avalar actitudes. Y la Iglesia, por ser de los pobres, asume como sus enemigos a los enemigos de los pobres. Los que oprimen, esclavizan, perpetúan la injusticia y abusan del poder y las riquezas, son nuestros enemigos. Hay que amarlos y denunciarlos, porque si amamos y callamos somos sus cómplices, somos tan culpables como ellos y nos volvemos enemigos de los pobres, o sea, enemigos de la Iglesia.

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