jueves, 29 de mayo de 2014

El Resucitado es el Ascendido / Ascensión del Señor – Ciclo A – Mt. 28, 16-20 / 31.05.14

Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron.Acercándose, Jesús les dijo: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo”.

El final de un libro, sobre todo de un Evangelio, es la proclama de sus ideas principales. Hoy leemos el final del Evangelio según Mateo. Propiamente, no se trata de un relato de la ascensión. En ningún momento se describe el acto de ascender. Esta elaboración mateana es una escena donde el Resucitado, ascendido, habla a la comunidad eclesial. Ya ha recibido todo el poder, o sea que ya está a la derecha del Padre, o sea que ya está en el cielo. No hay separación entre ascensión y resurrección. Son dos facetas de una misma realidad. Tradicionalmente se nos ha guardado en la retina de la mente, con más énfasis, la visión lucana que, pedagógicamente, divide la pascua de la ascensión. El motivo es catequético. Para recalcar los aspectos importantes de uno y otro evento, Lucas los divide cronológicamente; eso no quiere decir que, históricamente, puedan ser separados. El Resucitado es el Ascendido. Con la pascua entra Jesús a otra dimensión que puede entenderse como la dimensión de la ascensión. Inclusive la idea del vocablo ascender es imprecisa, puesto que explica el acontecimiento como una subida espacial, y la ascensión no puede ser eso porque el cielo es un estado, no un lugar. Cuando hablamos teológicamente del cielo nos referimos a la vida vivida en la presencia de Dios. El cielo es una forma de vida, no un espacio físico que está arriba de la tierra. Por eso ascender es impreciso. No asciende Jesús como quien toma un elevador hasta las habitaciones del Padre. Asciende Jesús porque ha resucitado y está más allá del espacio y el tiempo.

El punto exacto de reunión es un monte. El símbolo se hace presente nuevamente. Según Mateo, es en un monte que sucede una de las tentaciones (cf. Mt. 4, 8), es desde un monte que se proclaman las bienaventuranzas y todo el discurso de los capítulos 5 hasta 7, y es en un monte donde se transfigura Jesús (cf. Mt. 17, 1). El monte es el espacio de la revelación. Para las culturas antiguas, es común denominador los lugares altos. Desde los espacios geográficamente elevados los pueblos han encontrado y desarrollado maneras de comunicarse con lo trascendente. Lo alto parece posicionarnos más cerca del mundo que está por encima nuestro. Repetimos que no estamos hablando de lo que está arriba en sentido espacial, sino que nos referimos a una cosmovisión. Es lo que nos supera, lo que nos trasciende, lo que nos eleva, lo que no llegamos a comprender ni aprehender por completo. Para Israel, también los lugares altos son significativos. La relación entre Moisés y la montaña (Sinaí u Horeb) es el modelo desde el cual narra Mateo. Jesús también está en relación con un monte/montaña; desde lo alto rechaza la tentación, se transfigura revelando su identidad divina en manifestación teofánica y proclama la ley del Reino que encabezan las bienaventuranzas (como Moisés proclamó los mandamientos). Finalmente, resucitado, se revela definitivamente en su estado eterno y proclama la ley de la evangelización. Históricamente se buscó la posición más probable para este monte en Galilea, pero la ubicación real es teológica. Mateo ha creado una escena de revelación. El Resucitado está diciendo su testamento comunitario, que es testamento misionero. Siendo las palabras finales del protagonista, es necesario recalcarlas. El monte hace eso: recalcar y recordar que son palabras divinas, que son una revelación y que marcan el rumbo deseado por Dios para su Reino.
Estas palabras, utilizadas por remeras de movimientos juveniles y misioneros, pintadas en paredes de ciudades y pueblos, lanzadas como lemas de encuentros y congresos, son palabras totalizantes. La frase de Jesús repite en cuatro oportunidades, en el original griego, el vocablo pas que significa todo. Jesús recibió todo poder; todos los pueblos deben hacerse discípulos; hay que enseñar todo lo mandado; Él estará todos los días con los discípulos. Esta totalidad expresa la nueva situación de Jesús que surge de la resurrección. Él es el total rey, el que totaliza el Reino, el ser humano total. Ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra, o sea, en el universo completo. Tierra y cielo designan por los extremos a lo completo. Entre la tierra y el cielo está la Creación completa. Jesús tiene poder sobre ello. Es el Señor, el único, sobre el que pesa la autoridad de decidir, hacer y rehacer. A pesar de este poder absoluto, Jesús no prescinde de sus discípulos (de la Iglesia); todo lo contrario; asume que para llegar a todos los pueblos la misión será encargada a estos seres humanos débiles sin poder absoluto. No tienen que llegar a los alrededores ni discriminar entre estos u otros pueblos. Hay que llegar a todos, siempre, constantemente, en expansión. El Rey del universo tiene un mensaje universal. Su nueva condición de resurrección es más grande que cualquier límite nacionalista o religioso. No es el Resucitado de los judíos ni de los discípulos solamente. Es el Resucitado de todos, y todos tienen derecho a ser educados en los mandamientos de Jesús, porque son mandamientos de vida.
La garantía detrás de estas totalidades es la presencia constante de Jesús, acompañando la historia, vivo entre los seres humanos. El Evangelio según Mateo es muy claro al respecto. Jesús está. Desde el principio, cuando se cita la profecía sobre el Emmanuel (cf. Mt. 1, 22-23; Is. 7, 14), nombre que significa Dios con nosotros, pasando por la promesa de estar presente cada vez que dos o más se reúnan en su nombre (cf. Mt. 18, 20), este final es un corolario. Dios no abandona, no desaparece, no defrauda. Por eso es posible afrontar la totalidad de los pueblos con la totalidad del mensaje. Por eso es posible creer que este encargo misionero tiene sentido. Sin la certeza de la presencia constante y acompañadora, cualquiera desfallece.

Los exegetas suponen que el inciso sobre algunos que, sin embargo, dudaron, es un añadido posterior, ya que literariamente no tiene cabida en la frase. Esa duda sigue estando. Seguimos pensando que es difícil sostener la idea o la certeza de la presencia constante de Jesús. Todos los pueblos es una locura, todo el Evangelio es una radicalidad imposible. La tarea no es para nosotros. Siempre al ser humano le aterra la totalidad, excepto cuando se trata de tener todo o del poder total. En nuestro caso, esa ambición está descartada porque el Resucitado dice tener todo el poder en el cielo y en la tierra. Cualquier otro poder (religioso, económico, político) no le llega a los talones. Son meras sombras.
Sin embargo, dudamos. Creer en Jesús presente, vivo, actuando, interviniendo, inspirando, amando con la misma pasión de hace dos mil años, es difícil. Más simple parece un Jesús ascendido que se ha escondido detrás de la nube, que mira como espectador, sin intervención. El Jesús ascendido tiene la cabeza llena de gases estratosféricos que no lo dejan meditar correctamente. Está aturdido y ha dejado que los seres humanos hagan lo que puedan. No pretende un Evangelio total ni alcanzar a todos los pueblos. Desde sus alturas inalcanzables le basta con que un pequeño grupo subsista. No le duele la ignorancia sobre su persona y sobre su Padre. No le duele la injusticia. No le duele que se dude. En sus nubes está bien, acomodado, cómodo, tranquilo. Si alguien quisiese descenderlo encontraría resistencia. Este Jesús es muy distinto a la propuesta mateana. Para Mateo, Jesús Resucitado no se desentiende, sino que está. Por estar, sabe lo que pasa y no negocia su propuesta. Tanto ayer como hoy se trata de todos los pueblos y de todo el Evangelio. Tanto ayer como hoy nos sigue reuniendo en Galilea para que dejemos de dudar. En Galilea, en los orígenes, en la marginalidad, nos re-encontramos con nuestra vocación y con nuestra misión. Volver a Galilea es subir al monte de la presencia de Jesús. Nos ha dejado. Nunca nos va a dejar.
La expresión trinitaria del bautismo (el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo) es un sacramento que justifica, desde el Dios-Comunidad, la imposibilidad de abandonar. Porque la Trinidad no se abandona entre sí, es por eso que Jesús no abandona a la Iglesia. Ha ascendido para quedarse transformado, con más profundidad. Esa forma distinta de presencia nos hace dudar, pero Galilea es nuestra certeza, Galilea es nuestro bastión, Galilea es la tierra que no nos permite separar la historia del cielo.

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