martes, 3 de junio de 2014

Hacer nuevas todas las cosas / Fiesta de Pentecostés – Ciclo A – Jn. 20, 19-23 / 08.06.14

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.


Es el atardecer del día de resurrección. Ya sucedió otra cosa en el atardecer del Evangelio según Juan: un episodio relacionado con la multiplicación de los panes (cf. Jn. 6, 16). Tras el milagro y la euforia de la gente que quiere hacer de Jesús un rey, éste huye y se refugia solo en la montaña. Los discípulos, por su parte, bajan a la orilla del mar y se embarcan dirigiéndose a Cafarnaún. Es de noche, el mar está agitado, el viento sopla con fuerza, y Jesús no está con ellos. Son los discípulos en soledad frente a las potencias del mal (representadas simbólicamente en el mar, la oscuridad y el viento). Es una situación parecida a la que leemos hoy: los discípulos están solos, tienen miedo a los judíos que los acechan, Jesús no está con ellos. En ambos atardeceres hay una comunidad aparentemente sola rodeada por el mal. Es la desesperación de la tormenta que significa haber perdido al Maestro. Es el día de la resurrección, pero ellos no tienen toda la certeza. Jesús se hará presente, visible en presencia. Caminará sobre las aguas de la muerte (cf. Jn. 6, 19), triunfal, derrotando las circunstancias adversas. Es él, es Jesús, no hay que temer. Es el primer día de la semana, el domingo, el inicio de un conjunto de días que es el inicio de una época. Época de Iglesia, de comunidad cristiana, de resurrección, de final de los tiempos. Es mia ho sabbaton, o sea, el primero después de sábado según la traducción literal de la frase en griego. Esta era la expresión para referirse al domingo, primer día tras el sábado. Porque el sábado (institución del judaísmo) ha quedado atrás. Esto es lo que recalca Juan en todo su libro. El judaísmo ha pasado, es caduco si no se vuelve pleno en Jesús. Los que no son capaces de asumir en la persona de Jesús la realización mesiánica que supera el templo, los sacerdotes, las fiestas litúrgicas y el Antiguo Testamento, se quedan en un sábado que es viejo, anticuado, estancado. El domingo es lo nuevo, es la re-creación que se abre con la resurrección.

La donación del Espíritu que el Resucitado realiza en esta escena ha traído dolores de cabeza a comentaristas, exegetas y dogmáticos. Según Jn. 7, 39: “Todavía no se había dado el Espíritu Santo porque Jesús no estaba aún glorificado”. La glorificación ocurrirá en la elevación en la cruz; allí, del costado de Jesús brotará agua y sangre (cf. Jn. 19, 34), simbolizando el Espíritu dado al morir. Entonces, la pregunta que surge es por qué se narran dos donaciones. ¿Acaso la primera fue incompleta? ¿Acaso hay dos Espíritus? ¿Cuál fue la glorificación: la cruz o la resurrección? En realidad, todo se sumerge bajo el mismo arco. El morir y resucitar es la glorificación que sucede en la Hora anunciada desde el principio del Evangelio. El tiempo de la Iglesia es el tiempo de los que reciben el Espíritu Santo para captar la presencia transformada de Jesús. Esta relación es clave. La venida del Espíritu Santo está íntimamente asociada a la resurrección. Podemos entender y creer que Jesús ha resucitado porque el Espíritu nos ayuda en este proceso, porque nos va develando la verdad del Evangelio paso a paso y porque nos hace presente la realidad trinitaria. La donación del Espíritu Santo es un hecho que sucedió de una vez, pero que sucede constantemente. El Espíritu es donado a cada momento en cada corazón. Es una donación continua. Pentecostés es mucho más que un día, que una sola fecha al año. Pentecostés es histórico y duradero. La donación primera ocurrida en el momento de la muerte-resurrección es la donación re-creadora. Juan lo señala utilizando el verbo enephusesen (soplo sobre) que la Septuaginta utilizó en Gen. 2, 7 (relato de la Creación del ser humano), en Ez. 37, 9-10 (el Espíritu da vida a los muertos) y Sab. 15, 11 (referencia a la Creación humana). Esta re-creación no puede acabarse. El mundo, constantemente, necesita ser re-creado. Si el Espíritu Santo hubiese actuado una sola vez y no permaneciera su acción en la historia, habría sido un fracaso colosal.
Para la tradición joánica, el poder es de retener-perdonar los pecados. Para la tradición mateana, el poder es de atar-desatar (cf. Mt. 16, 19). Ambas tradiciones se remontarían a la expresión de Is. 22, 22 sobre abrir-cerrar. En Mateo, claramente, el poder del atado y el desatado está ligado a Pedro. En Juan en distinto. Algunos exegetas consideran que sólo el colegio apostólico recibe el poder de retener-perdonar los pecados, pero otros hacen más extensiva la autoridad a la comunidad cristiana en general. El texto, en sí, parece permitir ambas opciones interpretativas. Por un lado, es cierto que los reunidos son un grupo denominado los discípulos, sin especificar si se trata de los Doce o de los Doce junto a los otros. Pero también es cierto que inmediatamente se identifica a Tomás, el ausente de esta reunión, como uno de los Doce (cf. Jn. 20, 24), pudiendo suponer que ellos estaban reunidos y faltaba uno de sus integrantes. En una línea más general, hay que reconocer en el autor dos inclinaciones: preferir las vías alternativas (heterodoxas: samaritana, Magdalena) a las oficiales (Pedro, los Doce), y traspolar las vivencias de los discípulos a la vida comunitaria. Teniendo en cuenta esto, es más lógico pensar que los reunidos en esta ocasión son un símbolo de la Iglesia, y no de un grupo particular dentro de la misma. La comunidad, en su aspecto más comunional, tiene el poder de retener-perdonar, porque es un poder ligado al Espíritu Santo, y el Espíritu Santo se derrama sobre la comunidad eclesial en su totalidad. Pentecostés es una especie de bautizo eclesial. Por ende, todos los bautizados tienen el poder de retener y de perdonar, de esclavizar o de liberar, de amar o de odiar. El Espíritu Santo hace corresponsables de la re-creación a los seres humanos. Es la gracia de Dios, es la vida nueva del Resucitado, pero por el Espíritu Santo es también la participación y el trabajo nuestro. Pentecostés es una responsabilidad: la responsabilidad de prolongar en la historia la vida renovadora de Dios.

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