viernes, 11 de marzo de 2016

(Cuaresma) Dios de las adúlteras o dios de los apedreadores – Jn. 8, 1-11

El texto de hoy pertenece al Evangelio según Juan, pero no pertenece verdaderamente a él. Las ediciones actuales de nuestras Biblias lo colocan como inicio del capítulo 8, pero en un principio, muchos manuscritos no contaban con este pasaje. Inclusive, en varias oportunidades fue ubicado después de Lc. 21, 38. Ciertamente, el estilo literario es más semejante a Lucas que a Juan, y el tema de la perícopa encaja mejor en lo previo a la pasión lucana que en este capítulo 8 de Juan. Si intentamos leer de corrido, uniendo Jn. 7, 52 con Jn. 8, 12, la ausencia de la escena de la mujer adúltera no se notaría en el desarrollo del libro. Si bien Jn. 8, 15 es coherente con la resolución tomada por Jesús en la controversia (“Vosotros juzgáis según la carne, yo no juzgo a nadie”), también se presupone que Jn. 8, 15b-17 es un agregado posterior. Lo que un buen número de comentaristas suponen es que la perícopa podría haber circulado como texto independiente; pocos se habrían animado a incluirla en los relatos evangélicos por la sencilla razón de que parece absolver el pecado de adulterio, uno de los pecados que la Iglesia de los primeros siglos trataba con mayor dureza; finalmente, el mismo peso tradicional del texto (conocido por varias comunidades) y la coherencia evangélica (las actitudes de Jesús en esta escena se corresponden con las actitudes de Jesús a lo largo de los cuatro Evangelios), hicieron que se reconociera su inspiración divina y su canonicidad.


La situación de la mujer traída ante el Maestro está claramente codificada en la Torá. Si un varón y una mujer casada son encontrados teniendo relaciones, los dos se merecen la pena de muerte (cf. Dt. 22, 22; Lev. 20, 10). Si se trata de una mujer desposada, pero que aún no convive con el esposo (lo que nosotros podríamos entender como una prometida, pero que en el judaísmo tenía carácter sagrado ya de matrimonio), ambos infieles deben ser llevados a la puerta de la ciudad y ser lapidados (cf. Dt. 22, 23-24). Esas son las disposiciones. La mujer traída ante Jesús, legalmente, tiene todas las de perder. Sin embargo, como bien lo indica el texto, la respuesta no es tan fácil. Por eso este caso es puesto como tentación para Jesús. Si la solución fuese demasiado evidente y no causara compromiso, no se la habrían presentado. La treta reside en que tanto una respuesta tajantemente positiva, como una tajantemente negativa, complican a Jesús. Si afirma con seguridad que la adúltera debe ser lapidada, contradice su práctica habitual de comer y convivir con publicanos y pecadores (cf. Lc. 5, 30; Lc. 7, 34; Lc. 15, 1); contradice su mensaje, el Reino que predica. Si aceptase la condenación de la adúltera, ya no podría volver a sentarse con los despreciados del sistema. Les daría la espalda. En la otra opción, negando rotundamente la pena de muerte, se opondría al mismísimo Moisés y a la Ley sagrada, contraviniendo lo que se consideraba Palabra de Dios. Si Jesús se presentaba como Mesías, como agente mesiánico o, al menos, como la voz autorizada para anunciar la venida definitiva cercana de Dios, no podía oponerse a la mayor figura de la historia israelita, aquel que los había sacado de Egipto y les había dado las tablas de la alianza.
Ese es el dilema del caso de la adúltera. Las respuestas de Jesús pueden ponerlo en un aprieto. La famosa pregunta sobre el tributo debido al César (cf. Lc. 20, 20-26) seguía la misma lógica, y el parecido de esa situación con la leída hoy es interesante. En ambos casos lo tratan a Jesús como Maestro. La pregunta es una trampa en las dos ocasiones y los textos se encargan de aclarar que los interlocutores están buscando un sustento para acusarlo de algo. Jesús conoce la intención de quienes le preguntan. Sus respuestas son inesperadas y, siendo precisas, superan el dualismo con el que creían los otros haberlo atrapado. Mientras pareciese que la única solución es o no, Jesús propone una alternativa que cada uno debe responderse; al César hay que dar lo que es del César y a Dios lo que es Dios, y el que está libre de pecado puede arrojar la primera piedra. El interlocutor puede creer que tal cosa pertenece a Dios y tal al César, o puede considerarse lo suficientemente justo para apedrear. Tras la respuesta jesuánica, los que preguntaron sobre el tributo callaron y los que trajeron a la mujer se fueron. Algunos comentaristas consideran que, así como en la pregunta sobre el tributo se jugaba la fidelidad al César, en el episodio de la mujer adúltera también, ya que los judíos tenían prohibido ejecutar la pena de muerte (como parece entender Jn. 18, 31), y si Jesús aceptaba lapidarla, estaba tomando atribuciones romanas, usurpando el poder político. Pero conviene no apoyar demasiado esta opción, ya que el dato de Jn. 18, 31 no es lo suficientemente histórico, al menos no en la época de Jesús.
La respuesta que elige el Maestro en este caso se ha hecho famosísima por sus dos partes: en primer lugar hace silencio, escribiendo en el suelo, luego invita al que se considere libre de pecado, que arroje la primera piedra. Sobre la escritura de Jesús en la tierra se han realizado extensas especulaciones. Por lo pronto citaremos a Jer. 17, 13: “Esperanza de Israel, Yahvé: todos los que te abandonan serán avergonzados, y los que se apartan de ti, en la tierra serán escritos, por haber abandonado el manantial de aguas vivas, Yahvé”. Respecto a la segunda parte de la respuesta, según la legislación deuteronomista, la pena de muerte (como la que pesa sobre la adúltera) sólo puede dictarse si existen, por lo menos, dos o tres testigos (cf. Dt. 17, 6); estos testigos serán los encargados de lanzar las primeras piedras ellos mismos, y después seguirán los demás (cf. Dt. 17, 7). Comprendiendo esto se puede dar marco a la dimensión desafiante de la respuesta de Jesús. Si los acusadores principales, los escribas y fariseos que le hacen la pregunta, se consideran lo suficientemente justos como para ejecutar juicios sobre los demás, y juicios que quitan la vida, entonces deben hacerse cargo de esa decisión y atreverse a derramar la sangre de los condenados. Más profundo todavía: si realmente creen que Dios es capaz de exigir la muerte de un ser humano, entonces no tienen por qué andar preguntando a Jesús ni a nadie la opinión al respecto; deberían ejecutar la pena de muerte y punto. Este planteo afecta la médula del concepto de divinidad del judaísmo. ¿Es posible que Yahvé contemple como necesario que existan víctimas del sistema religioso? ¿Tiene sentido matar en nombre de Dios? ¿Predican estos escribas y fariseos un Dios verdadero? La cita de Jeremías puede volverse significativa. Si Yahvé es manantial de aguas vivas, manantial que sacia la sed, que vivifica, la muerte no tiene nada que ver con Él.

La tradición más genuina de los patriarcas memoriza que Yahvé es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Ex. 3, 6), y Jesús interpretará que esa tradición es la prueba fehaciente de que Yahvé “no es Dios de muertos, sino de vivos” (Lc. 20, 38). Un Dios vivo que quiere la vida, no un dios que exige condenados. Ese es el Padre de Jesús. Al final de la escena de la adúltera, el Maestro le pregunta si alguien la ha condenado. Ella sabe que nadie. Ni los fariseos y escribas que la trajeron ni el Dios verdadero. Nadie la ha condenado porque los acusadores se fueron avergonzados y porque Dios no quiere la muerte de nadie. Será este amor manifestado por Jesús el que sea capaz de generar la conversión en la mujer, así como la conversión de aquellos acusadores que estén dispuestos a reconocer la verdadera naturaleza de Dios.

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