domingo, 19 de noviembre de 2017

1. Los que entran al Reino - Marcos


(Mc 10, 14-15) Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”. [Mt 19, 14-15; Lc 18, 16-17]



Hay un elenco de personas que, según el relato evangélico de Marcos, son los que entran (o están muy cerca de hacerlo) al Reino de Dios. El verbo entrar es difícil de cohesionar con la idea del Reino, sobre todo si hacemos hincapié es que no necesariamente Jesús habla de un espacio particular. El Reino de Dios no tiene una dirección postal a donde podemos dirigirnos para ingresar a él; no es un edificio de una institución; no es un salón ni una iglesia ni una sinagoga. ¿Cómo se puede hablar de entrar a él? Pero más aún, los versículos que estamos por analizar ahora contienen otros dos verbos en referencia al Reino: pertenecer y recibir. O sea que sobre el Reino de Dios: se puede pertenecer a él (o que él sea pertenencia nuestra), se puede recibir y se puede entrar.


La pertenencia está dada por el término griego esti: el Reino de Dios es de ellos, de los niños. Recibir es decomai en griego; algo es ofrecido y alguien lo recibe deliberadamente; los que reciben el Reino de Dios como los niños reciben un regalo, pueden hacerse con el Reino. Y entrar es eisercomai en griego, un término que probablemente sea mejor traducirloo como pasar a través o penetrar; el Reino es una realidad que invita a ser penetrada, a zambullirse en sus olas, a dejarse arrastrar por su maravilla.


La invitación a ser como niños debe analizarse desde el niño de la época de Jesús. En general, el niño no es considerado en sí mismo, sino en potencia, en lo que puede llegar a ser. El niño varón será un padre, y ese es su valor; la niña mujer será una esposa, y así vale, para el futuro matrimonio. Todavía no está difundido el concepto de los derechos de la infancia, ni tampoco la idea del respeto casi sagrado a los niños como principales víctimas de lo que sucede alrededor, en la historia de los adultos. El niño es un apéndice familiar que no tiene voluntad propia. Sus padres (su padre, sobre todo), deciden por él o ella. En cierto sentido, la mujer y el niño están igualados en su condición inferior respecto al varón padre de familia. Son las consecuencias de una sociedad patriarcalista. El único verdaderamente libre para decidir sobre su vida es el varón adulto. El niño es un dependiente, y peor aún, la niña. En cuanto a la educación formal, no existe hasta los seis años, edad en la que hay que iniciarlos en el conocimiento de la Torá; lo que pueden hacer los propios padres o la sinagoga. Los menores de seis años no son conocedores de la Torá, y por ello, en una religión fuertemente ligada al Libro Sagrado, estos menores no tienen nada ante Dios, porque no conocen su palabra.

Ante este contexto, desfavorable a la figura del niño, Jesús lo propone como modelo para el Reino. El Reino de Dios es de los niños y de los que los imitan. En griego, Jesús denomina a los niños como paidion, que es un diminutivo de pais (niño). El Reino de Dios es de los niñitos, de los niños pequeños, quizás de los menores de seis años que no conocen la Torá. Como el Reino es gracia, es don divino, el niño que no conoce la Torá puede entrar en él. No se necesita recitar la larga lista de mandamientos; se necesita estar con un corazón dispuesto para receptar lo que viene de Dios. Y en ese sentido, el niño pequeño es la figura ideal. Su mente no está contaminada por vericuetos religiosos ni cavilaciones ni disposiciones litúrgicas. Su corazón cree y espera, su corazón es simple, no en un sentido despectivo, sino frente a Dios y las cosas de Dios. Los adultos reciben el Reino de Dios con cuestionamientos, con miramientos, poniendo obstáculos para sus exigencias, devaluándolo frente a los dictámenes políticos, económicos y religiosos. El niño es más receptivo, y es capaz de asumir rápidamente el misterio.

Alguien podría interpretar que Jesús ofrece el Reino a los obedientes ciegos, a los que no cuestionan la autoridad como los niños pequeños, obligados a respetar a rajatabla a sus padres. Pero el sentido, en el macro-contexto del Evangelio, es distinto. A sus discípulos, Jesús les propone tomar la condición de niños. No para obedecer ciegamente, sino para ponerse en el lugar de los marginados. El niño pequeño está en los últimos lugares de la escala social y religiosa. Es un despreciado, no tenido en cuenta. Los discípulos deben tomar la condición de últimos, de olvidados sociales, porque de esos últimos es el Reino. Ser como niños, recibir el Reino como pequeños, es achicarse un poco, ir decreciendo socialmente para encontrarse con los decrecidos obligados, los que nacen condenados a ser últimos. A sus discípulos, Jesús les propone ser últimos por elección. Porque el Reino se trata de eso, de ir hacia abajo para estar con los que están más abajo, en lugar de intentar escalar a toda costa. Los niños palestinos son la imagen: últimos en su sociedad, dependientes, no tenidos en cuenta, considerados a-religiosos. Los discípulos de Jesús deberían tomar esa condición, no para la humillación que degrada, sino para estar junto al otro oprimido, para acompañar, y para entender mejor el Reino. Porque una gran paradoja de este Reino es que parece ser mejor entendido por los pobres, ignorantes y marginales, que por los estudiosos y religiosos.


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