domingo, 12 de noviembre de 2017

2. La fuerza del Reino - Marcos


(Mc 4, 30-31a) También Jesús decía: “¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza” [Mt 13, 31-32; Lc 13, 18-19]




La parábola del grano de mostaza es común a toda la tradición sinóptica. Ningún evangelista sinóptico ha decidido eliminarla de su colección. Y en el inconsciente colectivo cristiano también ha dejado huella. Difícilmente un católico o un evangélico desconozcan las líneas generales de la parábola, y la mayoría puede recitarla casi con perfección. Hasta temas musicales de animación pastoral se han escrito en base a ella. Es un relato escueto, pero efectivo a la hora de transmitir una idea.


La estructura con la que da inicio el texto en Marcos es clásica del rabinismo judío. En primer lugar, el Maestro anuncia de lo que hablará: Reino de Dios; luego se pregunta, retóricamente, cómo hablará de ello: ¿qué parábola servirá?; finalmente, anuncia su decisión final sobre cómo lo hará: la figura del grano de mostaza. Entonces, esta parábola es, sin demasiado misterio, una parábola sobre el Reino de Dios. Y nuevamente, a pocos versículos de la parábola de la semilla que crece por sí sola, tenemos un relato que comparte elementos comunes. Volvemos a escuchar de una semilla que atraviesa etapas de crecimiento y que resulta en algo grande (una espiga cargada y un mostacero).

Para reforzar el contraste entre el inicio pequeño y el final grande, Jesús describe el grano de mostaza como la más pequeña de todas las semillas de la tierra, lo cual es una exageración. En el plano biológico-científico, la mostaza no es la semilla más pequeña de todas las que existen, pero en el ideario metafórico puede serlo, y eso es suficiente para utilizarla como parábola. Porque el Reino de Dios no se parece específicamente al grano de mostaza, sino a lo que sucede con el grano de mostaza cuando es sembrado. ¿Y qué sucede? Se convierte en una planta de mostaza. A orillas del Mar de Galilea, los mostaceros podían alcanzar una altura de tres o cuatro metros. Pero la parábola no clasifica este arbusto entre los vegetales silvestres, sino entre las hortalizas, o sea, entre aquellas plantas que podían cultivarse en un huerto o huerta, con supervisión humana. Así es que el pequeño grano de mostaza, en comparación con las otras hortalizas, es llamativo, pues en breve tiempo alcanza tamaño de arbusto, y se destaca de las demás semillas.

Jesús añade a este relato un final con pájaros que vienen a cobijarse al mostacero. Esta imagen de las aves no pertenece tanto a la realidad palestina como al Antiguo Testamento. El capítulo 4 del libro del profeta Daniel y los capítulos 17 y 31 de Ezequiel son la referencia obligada para entenderlo. El árbol representa, en el profetismo, a los grandes reinos terrenales. Babilonia es un árbol corpulento, Egipto es un cedro del Líbano. De la misma manera, actualizando la imagen mediante Jesús, el Reino de Dios es como un vegetal grande; no es un cedro, no es un ciprés que se impone por su robustez. El Reino de Dios es como un grano de mostaza, destinado a la huerta, a estar entre otras hortalizas. Crecerá de golpe y se verá su magnificencia de arbusto, pero diferenciada de la magnificencia de los árboles aplastantes. Es otra manera de Reino, otra forma de estar presente. En los grandes árboles de los reinos terrenales se cobijan los pájaros del cielo (cf. Ez. 31, 6), y en el arbusto mostacero también. Los pájaros del cielo son las naciones de la tierra que se ponen al amparo del reino más poderoso, buscando protección por miedo a su poder. Con el mostacero es distinto porque los pájaros que anidan (los gentiles que llegan al Reino) no llegarán por temor, sino por atracción.

Esa es la fuerza del Reino que comienza pequeño, se expande, y termina atrayendo. Es una potencia que tiene un alcance universal y cósmico. Los reinos de la tierra se ven limitados por su propia maquinaria de poder que genera intrigas, burocracia y traiciones. El Reino de Dios, al contrario, logra expandirse sin esas tramas siniestras. El resultado final es grandioso, y seguramente nadie lo esperaba, pero sucede a fin de cuentas. La fuerza de la semilla es también la esperanza que genera. Sabemos que será un gran mostacero, que las aves vendrán a anidar, pero no podemos forzar el proceso. Eso sucede bajo tierra, en el misterio de Dios. Si confiamos en Dios, confiamos en el crecimiento y en el desenlace.


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